- Pide un deseo y sopla.
Irene sonrió, cerró los ojos y sopló con delicadeza la titilante llama de la torcida y desvencijada vela azul. Una vela por la que Francisco había sacrificado un paquete de cigarros. Pero era el cumpleaños de su mujer y cualquier privación resultaba insignificante.
- Ya sé que no es lo máximo pero… Feliz cumpleaños – musitó Francisco.
Su voz inundó la cabeza de Irene. Recordó la margarita que le había regalado un Francisco cubierto de pecas y con pantalón corto. La rosa que le envió dos años atrás y los guantes del septiembre pasado. Unos guantes que aún conservaba tal y como los recibió. Incluso guardaba la cajita aterciopelada que había ocultado Francisco en el interior. Se acordó del mareo que le invadió al encontrar la cajita, de cómo había llorado y contestado sin dudar: “Claro. ¿Por qué has tardado tanto en pedírmelo?”.
Ese cumpleaños era distinto. Ya no había tarta, ni regalo, ni luz. En aquella pequeña habitación interior hacía tiempo que no entraban los rayos del sol. Las colchonetas, dobladas por la mañana, les servían de asiento y un cajón de madera pálida cumplía la función de mesa. Sí, no era el mejor cumpleaños de su vida. Llevaban dos meses escondidos en aquel ático de Madrid y la situación parecía no mejorar. El bullicio de las calles llegaba hasta el quinto piso del número doce de la calle Diego de León. Los disparos se repetían, los gritos, las blasfemias… El repicar de las campanas de los bomberos remplazaba la de los conventos e iglesias que no eran ya más que ceniza y rescoldos.
La guerra civil devoraba todo a su paso. Convertía ciudades y personas en dolor, violencia y destrucción. Francisco temía que los encontraran. Los miembros de la CEDA se habían convertido en objetivo prioritario para los comunistas que controlaban las desiertas calles madrileñas. Pero habían decidido huir a Francia cruzando los Pirineos. Y su aventura comenzaría ese mismo día al anochecer.
No había luna. Irene se cubría con su abrigo negro como si quisiera confundirse con el pavimento. Francisco corría a grandes zancadas delante de ella, guiándole. Un coche los esperaba al final de la calle. Irene cerró la portezuela del automóvil y se acurrucó junto a su marido. Tomás, el conductor, pisó el acelerador y desaparecieron entre la bruma.
- Francisco, no podré llegar al otro lado.
- Claro que sí. Si hace falta te llevaré en brazos.
- No hagas como si fueras Hércules. Perdón, no quiero ser negativa pero… Bueno vamos allá. No entiendo como podéis ir siempre con pantalones, es incomodísimo.
- Estás estupenda. ¿Qué tal van tus pies?
- Mejor pero estoy agotada.
El guía francés les ordenó callar. Llevaban más de una semana con aquel hombre y todavía no habían conseguido entablar ninguna conversación. Cuando se irritaba su estrecho bigote negro se estremecía, cerraba los ojos y arrugaba la nariz respingona. Pero a pesar de sus frecuentes enfados parecía amable. Y era quien les guiaba a Francia. El camino era largo y, en ocasiones, se veían forzados a dar un rodeo para evitar un control de los milicianos.
El silencio de la noche fue interrumpido por un leve susurro. Francisco e Irene se estremecieron.
- Atravesamos ese monte y llegamos a Francia- dijo el francés con su peculiar acento.
Francisco e Irene se miraron fijamente, la meta estaba próxima. Los ojos de la joven brillaban embargados de emoción. Todos los sufrimientos llegaban a su fin, la cima se encontraba a unos pasos. El sol comenzó a aparecer en la lejanía inundando los valles, llenando sus corazones de esperanza.
En la luz dorada del amanecer, se detuvieron para ver su tierra por última vez.
-¿Volveremos? - murmuró Irene.
- Volveremos- replicó Francisco.
Y en los años que siguieron, esa palabra señalaría sus destinos: volveremos, volveremos...
Imagen: La guerra civil. IES María Moliner
Historia: María del Rincón. El final es de Isabel Allende
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