domingo, junio 29, 2008

Thomas Valence


Thomas recorría las callejuelas dirigiéndose al puerto. Sus chapines de cuero rechinaban sobre el irregular empedrado repleto de pequeños charcos. Las calzas marrones hasta la rodilla dejaban entrever sus pálidas y flacuchas piernas. Una camisa blanca de algodón y un chaleco de lana eran su único abrigo. Una gorra a cuadros cubría su cabeza y recogía su lacio flequillo que siempre escapaba del lazo añil. El alargado macuto con sus escasas pertenencias que llevaba al hombro estaba custodiado por Baxter, el pajizo setter irlandés que siempre acompañaba a Thomas.

El grisáceo cielo londinense amenazaba con descargar miles de gotas en breves instantes. Thomas alzó la cabeza y despreció ese insignificante problema. Desde 1796 ningún barco había quedado en tierra por una tormenta. Recordaba perfectamente aquel aguacero de dos años atrás. La lluvia azotaba con fuerza los cristales de la habitación del orfanato y el viento ululaba enfadado. Varias ventanas se hicieron añicos, sobre todo las orientadas al norte. Los chiquillos lloraban y chillaban, mientras que los mayores como él trataban de poner todo en orden y tranquilizar a los pequeños. Pero aquello quedaba ya muy lejos, ahora era un hombre de verdad. Llevaba dos meses fuera del orfanato. Los 21 años habían supuesto la salida de Cranton Children House y una libertad que nunca había conocido hasta entonces.

Ahora que podía elegir, tenía ganas de conocer algo más que las cercanías del Támesis. No conocía ni siquiera otras zonas de la ciudad. Siempre había estado en el mismo ambiente, con el mismo hedor producido por el río que parecía putrefacto. Incluso en la herrería donde trabajaba se percibía ese olor. Ya era hora de cambiar su suerte. Nunca volvería a vagabundear por las calles buscando un sitio cubierto donde pasar la noche. Nadie volvería a mirarlo con desprecio. Llegaría al nuevo continente y se haría rico con el oro que aquellas lejanas tierras escondían en su interior. La gente lo envidiaría y no volverían a juzgarlo por su ajada camisa o su afilado mentón con barba de dos días.

Las gaviotas chillaban sobre su cabeza y Baxter comenzó a ladrarles. El bullicio del puerto llegaba hasta sus oídos. Tras atravesar dos calles por fin alcanzaron su destino. La gente corría agitada de un lado a otro. Hombres con brazos más anchos que su macuto cargaban pesados fardos en el gigantesco buque atracado en el muelle. Viejos marineros experimentados subían al navío con la mirada perdida en la lejanía. Otros, más jóvenes, se despedían calurosamente de sus familias. Las mujeres lloraban y agitaban sus pañuelos. Los niños reían, hipaban o jugueteaban entre las piernas de los adultos. Las mercancías que iban introduciendo en el barco eran de lo más variado: comida, animales, materiales para cavar y cribar, barriles y cofres de mil tamaños.

Al pie de la rampa del barco un hombre de cana barba cerrada controlaba todo. Sentado sobre un pequeño taburete apuntaba todo lo que se cargaba. Thomas se acercó decidido al hombre de la rampa.
- Buenos días. Quisiera enrolarme- dijo el joven con altivez.
- ¿Edad?- increpó el hombre sin levantar la vista de los papeles.
- 21 desde hace dos meses.
Ante aquella respuesta llena de orgullo el hombre levantó la mirada hacia Thomas con picardía y desdén. El muchacho fijó sus ojos en los del hombre y descubrió, con desagrado, que tenía un ojo de cristal. Levantó la mano con que sujetaba la nívea pluma y se la pasó por la cabeza ya con escaso cabello.

- Amiguito, ¿crees que puedes presentarte aquí como si nada? No vamos a dar una vuelta por el mar, vamos al nuevo continente. Es un viaje largo y duro, no necesitamos mocosos sin experiencia. Las niñitas se quedan en tierra con sus mamás.
- ¡No tengo madre!- le increpó Thomas dando un puñetazo a la mesa- Y no soy una niñita.
- ¡Vaya! Parece que la nena tiene carácter. ¿Nombre?
- Thomas. Thomas Valence.
- Bien. Sube. Pero te lo advierto, el capitán no se enternecerá con tus cobas. ¡Ah! El perro se queda en tierra.

Thomas miró con disgusto a Baxter pero, cuando éste le siguió hacia el barco, se giró y lo ahuyentó. No es que el chucho no le importara, pero comprendía que era el momento de la despedida. Mientras el perro se adentraba entre la multitud, Thomas comenzó a subir por la rampa sintiendo el crujir de la madera bajo sus pies. Cuando pisó la cubierta descubrió un nuevo mundo. Se acercó al palo mayor y desde allí miró hacia arriba. Algunos hombres colgados en la botavara desplegaban las impolutas velas bajo la atenta mirada del vigía de la atalaya.

El barco zarpó unas horas después. Cuando por fin salieron al mar, el olor a salitre sustituyó al rancio hedor del Támesis. Las gaviotas revoloteaban entre la mesana y el palo mayor llenando el aire con sus alegres chillidos. Los marineros comenzaban a divertirse mientras no hubiera órdenes. Thomas escrutaba tímidamente al resto de la tripulación. La mayoría eran viejos hombres de ánimo disciplinado y rostros curtidos. Un joven de unos 17 años arreglaba unos viejos cabos sentado a horcajadas sobre la barandilla del castillo de popa. Thomas se acercó a él dispuesto a trabar relación. Cuando se hubo acercado lo suficiente reparó en que junto al chico de los cabos descansaban sobre la cubierta unas muletas de madera cuarteada. El chico estaba tullido.
- ¿Fue un tiburón?- preguntó Thomas con fascinación.
- Mi madre estaba enferma cuando yo nací- respondió el chico frunciendo el ceño.
- Perdón. Pensé que… Me llamo Thomas.
- Yo Ismael. ¿Puedes ayudarme? Acércame el cordel. ¿Es la primera vez que navegas? No tienes muy buen aspecto. ¿Necesitas algo?

Ismael era un chico atento y hablador. Desde aquel momento lo hacían todo juntos. En varias ocasiones esa amistad les supuso algún castigo. Cuando Thomas descuidaba sus encargos por hacer un rato de compañía a su nuevo amigo, era duramente reprendido. Pasó muchas tardes subido a la botavara. Largas horas de soledad allá arriba para corregirle. Pero él aprovechaba para soñar con el Nuevo Mundo y los tesoros que allí encontraría y compartiría con Ismael. Además solía subir con una libretilla que llenaba de trazos gruesos imitando distintas escenas del barco, tormentas, amaneceres…

Tras varios meses de navegación llegó el día tan esperado por todos. El vigía despertó a los tripulantes con un “¡Tierra a la vista!”. Thomas se abalanzó escaleras arriba dejando a su amigo en el camarote. Consiguió salir el primero a cubierta. Corrió nervioso y subió las escaleras del castillo de proa. Se agarró a la jarcia que estaba justo sobre el mascarón y entrecerró los ojos para poder enfocar con más claridad.

En la lejanía vio una enorme masa del verde más brillante que jamás había contemplado. Los árboles se extendían más allá de donde alcanzaban sus ojos. Las olas acariciaban la costa con ternura. Se escuchaban aves graznar hermosamente, incitándole a lanzarse al mar para llegar en cuanto antes. El oro que aquella tierra escondía estaba esperando unas manos que lo sacaran. Esas manos serían las de Thomas y justo a su lado estaría Ismael, apoyado en sus muletas.

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