viernes, marzo 08, 2013

Blancanieves y la pizza de piña


 No me gusta la pizza con piña. No puedo entender ni siquiera el concepto. La pizza se supone que es una comida salada, italiana, con tomate, queso... Nunca he comprendido el toque exótico de la piña. No es que tenga nada contra esa fruta, ya que sola y como postre sí me gusta, sino que no me parece que su lugar sea una pizza. Además, se queda blanda y caliente. No me gustan las mezclas. Si algo tiene que ser salado, tiene que ser salado y si tiene que ser dulce, tiene que ser dulce. Y lo mismo pasa con el cine y la televisión: Si tiene que ser drama, que sea drama; si comedia, comedia. Ver una película en la que uno no distingue claramente el regusto final es como ese momento en que uno paladea el queso fundido y tropieza con los filamentos de la piña blandurria. 

En el momento, uno traga la pizza con entereza, no se va a poner a hacer disecciones, pero cuando se acaba el trozo y el único sabor que sigue ahí fijo es el de la piña... uno se replantea el momento en que decidió comer aquello. En otro momento hablaré sobre la sensación de sobremesa después de ver una película, pero básicamente mi teoría es que la calidad de una película a veces se descubre en la sobremesa, un tiempo después de haberla visto, y no nada más terminar el plato. 

Blancanieves de Pablo Berger comenzó como una pizza italiana de las de verdad, no una de las congeladas. Una película hecha en casa, con aceite virgen del Mediterráneo. Uno va saboreándola con gusto, olvidando que no ha sido sacada de un plástico con colorines. Las luces y sombras de la España castiza llenan la pantalla. El flamenco impregnaba cada imagen, cada plano casi sacado de una obra de Zurbarán. Pero vamos en orden. Nada más acomodarme en la butaca, traté de situarme: "Es una película en blanco y negro y muda. Trata de no compararla con The Artist... No es posterior, es solo más lenta porque es española y aquí nos tomamos las cosas con calma". He de reconocer que el efecto de las cortinas que se abren no acabó de convencerme, me impactó muchísimo más aquella sensación repentina que sentí con la película de Hazanavicius cuando descubrí el formato de pantalla por mí misma. Pero ese primer "chasco" desapareció enseguida. Bastaron un par de planos y aquella música que nada tiene que ver con la pianola del cine mudo. El gitaneo musical me desconcertó, pero la imagen tiene tantísima fuerza que lo armoniza a la perfección. Me sentía muy española, más que nunca. Y descubrí que aquella pizza era de base fina y con pimiento de la tierra. Hasta que encontré un pequeñísimo trozo de pizza. 



En medio de una película dramática, castiza, noble y taurina, encontré un pastiche rancio, de cómico forzado y burdo. La madrastra, el mal, la encarnación de todas las brujas de cuentos, de repente se convierte en un fantoche, una Catwoman sin gracia y sin atractivo. Un trozo de piña duro que desearía no haber encontrado ahí dentro. Pero pensé que se les había colado y que era un trozo menudo sin importancia. A medida que la película avanzaba encontré, sin embargo, otros trocitos de piña, de dátil, de pasas... 

Esa mezcla que encontré era más sutil, por no narrativa, sino estilística. Nos presentan una película de cine mudo como hacían los creadores de The Artist engañando un poco al espectador medio. Cine mudo con una única característica: es mudo. El resto de la parafernalia que acompaña a la copia del estilo de las primeras décadas del cine es más bien una mezcla de estilos e influencias. La fotografía de la película ha ganado el Goya, y no es para menos, pero supongo que no por su copia fidedigna del estilo del cine mudo, sino por su gran virtuosismo que podeis admirar en la página de Facebook del blog. En algunos momentos recuerda a las primerísimas obras cinematográficas, en otros momentos a los encuadres osados de Welles y los movimientos emocionantes de Hitchcock; las sombras de Bergman y las luces de Capra. Así que, quizás, esto ya no era piña, sino más bien el jamón, las anchoas y el bacon de la película. 

Resultado en sala: Pizza tropical. Resultado en sobremesa: Pizza de calidad con un tropezón accidental de piña. 



Actualización 28 de Mayo de 2013

Unos pocos días después de publicar esta entrada tomé pizza de piña, y, por supuesto, aparté la piña. Y al apartar la piña recordé a esa otra Blancanieves que también dejó de un lado la manzana para optar por la piña. Me refiero a la serie de la cadena americana ABC "Once upon a time". He de reconocer que la primera temporada me fascinó. Me gustó esa manera tan fresca de rescatar los cuentos infantiles y mezclarlos todo en una macedonia sabrosa. Las historias se mezclan sin problema, quizás le sobra un poco de azúcar, pero apela a esos recuerdos de infancia. Pero, como sucede con muchas series, cometieron un error: una vez la princesa hubo probado la manzana y su principe hubo roto el hechizo introdujeron la dichosa fruta tropical. La segunda temporada comenzó a mezclar los dos mundos y a mezclar personajes de cuentos más recientes o de otras fuentes no tan clásicas como los cuentos de los hermanos Grimm (un doctor Frankenstein se cuela en este mundo de cuentos con todo el descaro y una moderna Mulán, protectora de la Bella durmiente que no acaban de convencer a nadie). ¿Qué hubiera sido de la serie si hubiera finalizado con un final feliz en la primera temporada? En mi opinión hubiera sido un gran éxito. Entiendo que lo que da beneficio en ocasiones se convierte en una mina de oro o de polvo de hada, pero quizás podía haberse hecho manteniendo el espíritu de los dos mundos, el espíritu del bien y el mal separados por una manzana. El exceso de piña, el caos y la mezcla exótica acaba por empachar. Podéis encontrar también un álbum en Facebook sobre la serie.

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