sábado, agosto 25, 2012

Cine y memoria

 
  Tengo un amigo que tiene un olor característico. Debe ser el único de mis amigos y compañeros que usa esa colonia (tengo que preguntarle cuál es). De vez en cuando, en las situaciones más variadas, caigo cerca de alguien que huele exactamente igual que él, entonces la mente, la memoria, empieza una carrera hacia el pasado y saca todas las imágenes y sonidos relacionados con ese olor. Al principio le cuesta localizar las secuencias de la gran bobina de mis recuerdos, pero en seguida se enciende la bombilla del proyector y una secuencia de montaje aparece en la pantalla: aquel rodaje en el plató, esa conversación bajo el sol con un Ipad, un café de avellana espolvoreado de momentos amargos, un gesto para colocar el flequillo en su sitio... Mi memoria vuelve a proyectar siempre en imágenes y sonidos, en material audiovisual. Hay veces también en que un decorado, un paisaje, me trae escenas que allí sucedieron. Un paseo en coche por ese lugar mientras hablábamos de las amistades de guerra, una conversación en aquel banco, una espera frente a aquella tienda, un enfado en una parada de autobús. Pienso que la película de Malick, El árbol de la vida, está montada como el pensamiento humano: fogonazos de memoria, imágenes sueltas, conversaciones a raíz de un lugar, de un personaje. Porque aunque para narrar solemos utilizar el orden cronológico, la memoria compone versos libres. Pero me estoy yendo lejos, porque no sé nada de psicología ni es de lo que quería hablar, no vaya a ser que acabe dudando incluso de mi propio nombre. 


  ¿Cómo recordamos a los egipcios? De perfil. ¿A Luis XVI? En color pastel y con peluca. ¿Y a Hitler? En blanco y negro. Quienes hemos visto decenas de películas bélicas anteriores a Ryan y quienes lucharon en Vietnam, coloreamos las batallas con la escala de grises, incluso esas películas más recientes rezuman esas tonalidades grisáceas. Los gangsters se esconden bajo el ala del sombrero mientras dejan entrever un fusil gris entre los grises pliegos de su abrigo negro y sus zapatos se acercan al charco negruzco junto a su última víctima. El arte nos facilita conocer el pasado por sus representaciones. El cine y la fotografía dan un salto, grabando imágenes más cercanas pero tiñéndolas de blanco y negro. El cine crea en mi mente imágenes del mundo, pero ¿y cuando es el propio mundo el que crea imágenes del cine? No sé si es algo común, supongo que el dedicarse al cine influye, pero en mi cabeza hay vivos recuerdos que no proceden del mundo sino de la pantalla.

  En estás últimas vacaciones me he encontrado, sin quererlo, con grandes momentos del séptimo arte. Lo primero que me hizo caer en esto fue un paseo en barca por la Albufera de Valencia. Ya en la barca, que podía ser impulsada mediante una pértiga, nos desplazábamos entre estrechos pasillos de altos juncos. Había patos, el agua lanzaba destellos al reflejar el sol del atardecer, la barca se desplazaba sigilosamente, como escondiéndose. Y pensé que ya había estado ahí, pero con sol del mediodía. Pero en mi recuerdo las palabras, consejos e indicaciones no eran en valenciano, sino en italiano. Porque yo no había estado en esa barca, habían sido mis camaradas de la resistencia italiana en el último episodio de la película de Rossellini, Paisa. Y cuando vi atardecer allí mismo pensé que era un momento digno de El árbol de la vida o incluso de Apocalypse Now si entre tanto junco hubiera habido alguna palmera o un helicóptero sobrevolando las aguas con Wagner de fondo. Al acercarnos a la orilla y comenzar a saltar fuera de la barca vinieron a mi mente aquellos chiquillos que asustados huyen por el río y se refugian entre vacas. Ya al salir, vi una pequeña balsa hecha con gavillas de paja y me acordé de magnífica Amanecer de Murnau. 



  Recordé que unos días antes había visto unas fotografías de mi hermana en su viaje por Europa y estuve a punto de llamarle para explicarle lo que se había perdido. Vi una foto de ella y sus amigas en Viena junto a la gigantesca noria donde Harry Lime explicaba a Cotten su comparación con las hormigas. Subieron a esa noria sin conocer aquella intensa conversación. No sé si se fijaron en la placa que recordaba tan memorable suceso (si no hay una placa así, debería haberla). Sé que estuvieron también en la ópera donde sí hay una placa que recuerda a Mozart, pero ¿habría también otra que recordara a Wolfie y al hombre de la máscara doble? En Salzburgo no subieron al mirador donde fräulein Maria enseñaba la escala a los niños del general. En Milán no vieron a los mendigos de De Sica que sobrevuelan la ciudad en escoba. En Berlín no estuvieron, ¿pero qué más da si seguramente no hubieran tratado de encontrar a Bruno Ganz sentado en la escultura dorada?

viernes, agosto 17, 2012

In the mood for infidelity



Una película suele construirse alrededor de varias situaciones de crisis en la vida del personaje. Tras varias caídas, el personaje o cae definitivamente o se levanta victorioso. Así el cobarde se vuelve valiente (Billy Elliot), el irresponsable encuentra lo valioso de su vida (Kramer contra Kramer) y el niño se vuelve hombre (¡Qué verde era mi valle!). 

En muchas ocasiones, el amor solo resulta fortalecido cuando es probado hasta el límite. Y es que si no hay prueba no hay victoria, hay rutina. Los triángulos amorosos han sido una constante en la literatura y el cine universal. En el cine hay triángulos de todos los tipos: triángulos equiláteros, isósceles y escalenos.Una comedia como Luna nueva (¡Cary Grant, no los vampiritos!) presenta tres personajes con relaciones muy distintas unas de otra, como un triángulo escaleno. Hildy amó a Walter, pero se alejaron y ahora el vértice de Bruce es más cercano. Desde el comienzo de la película intuímos que el triángulo cambiará de orientación y, por ser una comedia, casi no identificamos la infidelidad de Hildy. Comprometida con Bruce, el día antes de la boda cancela el compromiso. Pero los lados de esos triángulos de las comedias románticas clásicas suelen ser bastante largos (Historias de Filadelfia, La fiera de mi niña). Las relaciones no son estrechas, y es eso, quizás lo que permita las infidelidades casi como un juego.


Otras películas pueden presentar estructuras equiláteras. Podría parecer un conflicto sencillo y básico del estilo "¿A cuál de los dos elijo?" como en algunas películas románticas para adolescentes como Pearl Harbor, pero pueden darse versiones más complejas. Creo que mi comparación con los triángulos empieza a ser un poco más compleja cuando las historias de amor son dramas en vez de comedias. Rossellini dirigió la película Viaggio in Italia, traducida a modo spoiler en español como Te querré siempre. Si uno ha visto la película, comprenderá que no es una película clásica de triángulo, pero parece haber algo que se interpone en el matrimonio Katherine y Alexander. Parece que son ellos mismos los que provocan ese alejamiento del otro.

La película de Rossellini presenta la historia íntima de un matrimonio que se deshace. Los personajes, casados ya desde hace un tiempo, van a Nápoles a vender una casa que pertenecía a un tío difunto. Aprovechan para estar solos unos días de vacaciones, pero una vez allí se dan cuenta de la fragilidad de su matrimonio. La película consigue transmitir la situación interna de la pareja a través de sus paseos y actividades cuando están solos. Katherine visita la zona, normalmente sola, mientras su mente y su corazón se refugian en la memoria de un amigo recientemente fallecido. Ella no consigue quitar de su mente la preocupación por su matrimonio, los miedos, la ansiedad. Visita lugares que ella consigue teñir de angustia: las estatuas de los museos se alzan amenazadoras, los templos se convierten en lugares agobiantes que aprisionan y encadenan ("Como el matrimonio" parece pensar ella), los paisajes son salvajes y peligrosos, hechos de un fuego inconsumible. Una de las mejores escenas de la película puede ser la de la noche que en que ella espera a su marido incapaz de dormir. Cuando Alexander llega, disimula pretendiendo parecer dormida e indolente, pero cuando se queda sola su rostro no hace sino transmitir todas sus angustias interiores. Katherine se debate entre su matrimonio y el antiguo cariño que le unía a su marido, y su propia satisfacción y valía individual.



Alexander parece querer distanciarse de su mujer de forma diferente. Opta por buscar la compañía de otras mujeres: busca primero una relación romántica con una mujer a la que puede proteger. Cuando descubre que esa mujer está casada parece intuir una cierta semejanza con la situación de su propio matrimonio. Intenta después refugiar su incomodidad en un bar y con una prostituta, pero se arrepiente cuando conoce los sentimientos rotos de la mujer que busca alguien que le consuele y conforte. La situación se hace insostenible, no por los conflictos externos sino por la propia incomodidad y tensión interior de ambos, y conduce a una solución definitiva: el divorcio. Ambos se reconocen incapaces de mantener la fidelidad a ese amor que en un momento les unió sin negarse a sí mismos. El yo se interpone entre la pareja. Y cuando ya todo parece estar cerrado sucede el milagro. Y no hablo de milagro en sentido figurativo, sino literal. Una especie de curación sin explicación. Un milagro que pasa por encima de la miseria y egoísmo humano, e incluso por encima de la voluntad creadora del guionista, que contra todo pronóstico se deja llevar por la fuerza misteriosa que reune al matrimonio sin ningún motivo que lo justifique. El extremo del triángulo de la autoafirmación queda abolido y la distancia equidistante del yo desaparece, anulando el triángulo que pasa a convertirse en una fuerte unión de dos puntos.




Otra película que presenta una gran crisis de fidelidad es Diario de un cura de campaña de Bresson. En la sobria película del director francés, Dios es el otro personaje principal. Un joven sacerdote comienza su labor pastoral en un pueblecillo de gentes duras que harán todo lo posible por quitar al párroco de sus vidas y su pueblo. Pero esas dificultades externas no son sino un elemento añadido al malestar interior. El joven cura también sufre grandes dolores de estómago. El demonio parece haber puesto todos los obstáculos posibles para que el sacerdote pierda su amor a Dios y con él su vocación. El sacerdote confiesa haber perdido la fe, o eso le parece. Es como si Dios hubiera salido de su vida sin él darse cuenta, dejándole solo y abandonado frente a todas las dificultades. Aquellos que parecían sus seguidores le traicionan como Judas. Los poderosos le condenan, cargándole con un peso que parece no poder llevar. ¿Y dónde está Dios ahí? El joven sacerdote clama auxilio durante toda la película, cae varias veces, una mujer limpia su rostro, encuentra a una viuda en el camino a quien consuela devolviéndole la vida... El sacerdote se acerca a la ciudad, arrastrándose. Allí, en lo alto del monte, encuentra a dos almas pecadoras: Un hombre que robó el amor de Dios para luego malgastarlo y una joven que robó a un hombre de Dios para salvarlo de él mismo. En un último aliento de vida, el joven sacerdote entrega su alma a Dios, enamorado y sonriente.



El amor probado hasta el límite... no siempre tiene final feliz. En la película de Kar Wai Wong, In the mood for love, los protagonistas no hayan descanso ni reconciliación. Un hombre y una mujer se conocen al mudarse al mismo lugar. Ambos están casados y sus conyuges pasan mucho tiempo fuera de casa por trabajo, por lo que ellos comienzan a coincidir y descubrir cosas en común. Ambos mantienen la distancia a pesar de sentirse atraídos, buscan la compañía del otro pero de forma comedida. El director consigue introducirnos en el alma de estas personas solitarias. La música melancólica, los juegos de velocidades de grabación, el acariciar de la luz muestran la sensualidad que rodea su relación. Se miran, se atraen, se observan; pero no se rozan.



Una corbata y un bolso les descubren que sus parejas tienen una aventura y comienzan un juego para comprender qué les llevó a aquello. Pero ellos jamás cruzarán la línea, incapaces de caer en los mismos errores. La película es deliciosa, los actores no necesitan hablar. El tiempo del relato salta, como jugando con el pasado y el destino de cada protagonista. La cámara no es curiosa, ni testigo; es poeta, músico, pintor. Lanza trazos sobre la pantalla que dibujan un boceto, el boceto de un hombre y una mujer que pasean, tambaleando, en los límites de la infidelidad quedando como inocentes porque son humanos llenos de miserias y un corazón que busca ser llenado. In the mood for love habla de forma sutil, dejando entrever el valor de las cosas pequeñas, de los pequeños detalles que enamoran y de los pequeños deslices que hacen enamorarse de quien no se debe. Pero, ante todo, esta película, como las anteriores, muestra como esas momentos en que todo parece quebradizo dejan al aire la verdadera naturaleza del amor entre esos protagonistas.

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