jueves, abril 16, 2009

Comando Canadá


- ¡Heinrich, vagón número doce!- gritó Herr Kunder.

Heinrich avanzó arrastrando los pies. El convoy se deslizaba por las vías con pesadumbre. Un chirrido llenó el campo cuando el tren se detuvo. Los componentes del Comando Canadá abrieron las compuertas y colocaron las rampas. Cientos de miradas desconcertadas se clavaron en el “uniforme” de rayas de Heinrich y en los chaquetones grises de los guardianes.

- Con cuidado. Cuidado- decía Heinrich a quienes bajaban la rampa.

- En silencio- farfulló el teniente.

La mirada del judío resbaló sobre las dos eses de la gorra del teniente Kunder y se detuvo sobre el rostro cetrino de un muchacho de unos catorce años. Sus grandes ojos negros recorrían con velocidad el andén. Bajó del tren y se detuvo a la derecha de Heinrich. Le llegaba a la altura del mentón.

-Di que tienes dieciséis años- le susurró Heinrich con disimulo -. Dilo.

El niño clavó sus ojos en los de Heinrich y no los separó ni siquiera mientras su padre tiraba de él para reunir a la familia. Unos pasos más adelante, un SS empujó a la madre hacia una de las filas que estaban formando. Le entregó con brusquedad a la niña que su marido cargaba en brazos y se acercó al niño con mirada seria.

- Wie alt bist du?

- Dieciséis.

- Sigue a tu padre.

Maletas y más maletas. Heinrich salió al patio a por una nueva tanda. La chimenea despedía un humo negro y amargo. Ya dentro del barracón, empezó a abrir las nuevas maletas. Cada cosa debía ir al montón correspondiente. Ropa de mujer, zapatos de niño, fotos, libros, algún cubierto de plata… Su compañero, Izhac, deslizó un tenedor en su bolsillo mientras sacaba otros cubiertos y los arrojaba a un montón tintineante y plateado. Cruzó su mirada con la de Heinrich y sonrió con picardía. Un cigarrillo, un trago de alcohol, la libertad... Algo conseguiría.

“Trabaja. No te quejes nunca. Aféitate cada día. Raciónate la comida, guarda para cuando no tengas nada. Lávate, has de parecer sano. No dejes que te lleven a la fila de la derecha.” La discreción era su estrategia, los consejos su arma. Aquel muchacho de los catorce años cargaba con inmensos fardos por el campo. Cada minuto parece que caería rendido por el peso, pero no estaba camino de las duchas.

El viejo Laszlo se llevó la mano a los ojos deslumbrado por el potente foco. La buhardilla de los Hanz no parecía haber sido un buen escondite. Heinrich siguió sus movimientos entre la bruma de la madrugada. Comenzó a dirigirse hacia el anciano. Su vecino de Brüderstrasse no podía acabar en la fila derecha.

- Señor Laszlo. ¿Qué hace aquí? Vaya hacia la izquierda.

Heinrich escuchó un silbato agudo detrás, cada vez más cerca. No pensaba darse la vuelta, no mientras el viejo Laszlo continuara allí. El ceño arrugado del anciano, su mirada vidriosa, su mano izquierda temblorosa. No quería vaciar su maleta ni ver sus gafas en un montón uniforme.

- ¡Heinrich! ¡Aléjese de ahí inmediatamente!- bramaba Herr Kundel.

Agarró al anciano por el codo y estiró de él con decisión haciendo caso omiso a los gritos del teniente. Hacia la izquierda.

- ¡Heinrich! ¡Deténgase!

Las botas del teniente chirriaban contra el andén, los focos se dirigían hacia Heinrich. Los murmullos se intensificaban. Un latigazo de disparos. Silencio. Cada uno seguía su fila.


Historia: María del Rincón Yohn. Para saber más sobre el Comando Canadá o testimonios de Solomon Schlosser.

2 comentarios:

Dolores dijo...

Sin palabras, Rinco. Muy bonito y te deja así: sin palabras... Pero también hay que decir que te dan venadas muy fuertes! Y la Segunda Guerra mundial, y los campos de concentración...

Anne Onimock dijo...

Me ha encantado.

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