lunes, mayo 02, 2011

El espíritu de la colmena (Erice, 1973)


  Frankenstein ha vuelto a mi vida, esta vez, a través de los ojos de una niña.A través de la magia de El espíritu de la colmena de Victor Erice. Ana vive en un pueblecito de Castilla en los años 40. Cuando llevan la máquina de cine a su pueblo, la mágia del séptimo arte tiene un fuerte impacto en ella. Tras ver Frankenstein de James Whale, la niña empieza a crear al monstruo en su vida. Y esa magia que ha marcado a Ana comienza a cobrar cuerpo también en nosotros. A la vez que Ana vamos creando el monstruo. Le oímos, vemos sus huellas, sus ojos nos observan. Y cuando Ana ve al monstruo junto al río, no nos sorprendemos, porque el cine lo ha creado y lo puede hacer. 

  La película de Erice tiene ese estilo suyo que luego tendría la película El Sur. Pueblos aislados, familias en que falta comunicación, niñas que parecen ver más allá que todos nosotros. La imagen produce en el espectador una sensación de desasosiego, reforzada por los escasísimos diálogos y situaciones extrañas (como la de Isabel, la hermana de Ana, con el gato). 

  La verdad es que aún no he acabado de procesar la película, porque sé que me ha gustado, pero no sé por qué. No sé qué es lo que sucede ahí, pero cuando vuelva a leer mis apuntes de Estética del cine, quizás pueda decir algo más elocuente. De todas formas, me ha llamado la atención ese resurgir de Frankenstein en mi vida. Y me ha gustado cómo juega la película con ese monstruo que en el fondo no es tal y cómo Ana lo identifica con las setas venenosas. ¿Son venenosas porque todo el mundo las considera como tal? Frankenstein es un ser lleno de belleza en su interior, que se acaba convirtiendo en un monstruo al ser considerado como tal por todos. A veces pasa lo mismo con personas que tenemos a nuestro lado. ¿Quién las conoce por dentro? Por fuera parecen criaturas incapaces de conocer la bondad, la belleza, la sabiduría... Y pueden acabar convertidos en esos monstruos que creemos son. Siempre queda la opción de darles una oportunidad como Ana que acaricia la seta fascinada por el pisotón de su padre.

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