martes, septiembre 13, 2011

Candilejas (Charles Chaplin, 1952)


Desgarradora. Tan llena de amargura. Como una despedida, un suicidio en pantalla. No fue su última película, pero Chaplin pensaba que podía serlo. Y acostumbrados al dulce y vital Charlot, nos asustamos al ver a Calvero, un viejo cómico que ha perdido su gracia, que ha perdido su público. La película, desde el primer momento, muestra ese rastro de lo que fue una estrella. Ese polvo de un astro que ya apenas brilla pero que desea lanzar un último destello antes de consumirse. Unas Candilejas que se apagan. Mantiene su apariencia de lozanía, nada más alejado de la realidad. Cada mirada del viejo Chaplin, perdón, Calvero; es un grito de agonía, un tirón desesperado y postremo. Chaplin, perdón, Calvero; ante una sala vacía. Chaplin, perdón, Calvero; aferrándose a un amor falso y que se sabe falso. Chaplin en una última función que será decisiva. "Si vuelven a decir que como en los viejos tiempos...", Buster Keaton también se une al último canto del ave, otro viejo y desplumado faisán. Otro cisne, abandonado, abre el pico para el último y grácil canto. Un canto que desaparece bajo una sábana blanca, bajo una tela de pantalla. Vemos un bigotito asomar como por arte de magia. Vemos unos panecillos danzar llorando. Unas florecillas blancas cabizbajas. Charlot, Chaplin, ha muerto.




Al comenzar a ver esta obra se percibe ese brillo triste de un Chaplin que ya no es un vagabundo. Pero poco a poco se va percibiendo ese grito que, con la boca cerrada, lanza a los Estados Unidos. La caza de brujas de la posguerra iba tras el gran comediante. Chaplin, abandonado, rechazado. Un Chaplin incomprendido que no ha sabido coger su propia voz. Y es en el número final con Keaton, mudos los dos, cuando más brilla. Chaplin dedicó mucho tiempo a su película, compuso la maravillosa música... Su última voluntad. 

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